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Del apego temprano a los síntomas del TLP

 

Resumen: en este trabajo queremos reflexionar sobre cómo pueden enlazarse los problemas de apego, la historia de trauma y los síntomas observados en pacientes con Trastorno Límite de la Personalidad (TLP) tal como están descritos en las clasificaciones DSM-IV y CIE-10 y a entender los procesos que podrían llevar desde un apego disfuncional a los síntomas de TLP.
Palabras clave: apego, trastorno límite, personalidad.

Abstract: this paper reflects how attachment issues, trauma history and symptoms observed in patients with Borderline Personality Disorder (BPD) as are described in the classifications DSM-IV and ICD-10 are linked and seeks to understand the processes which could lead from a dysfunctional attachment to the symptoms of BPD.
Keywords: addiction, borderline personality disorder, personality.

INTRODUCCIÓN

El trastorno límite de la personalidad (TLP) o borderline es un trastorno que se caracteriza por muchas dificultades, entre ellas, los problemas intensos y persistentes en las relaciones interpersonales. Dichos problemas suelen potenciar otras dificultades como los comportamientos impulsivos, las conductas autolesivas, el temor a la soledad, las alteraciones de identidad y la sensación de vacío. Todos estos factores están interrelacionados y se retroalimentan entre sí (Mosquera, 2010).

Diversos autores entienden los problemas de apego temprano como un factor causal de primer orden para el desarrollo del TLP (Kernberg, Weiner & Bardenstein 2000; Bateman & Fonagy 2004; Rubio Larrosa 2008, Mosquera 2009). Para muchos clínicos, sin embargo, resulta difícil enlazar en un marco comprensivo estas teorías sobre el origen del TLP con la sintomatología concreta que presentan estos pacientes.

EL CONCEPTO DE APEGO

Los estudios en neurobiología del desarrollo que analizan las capacidades de autorregulación muestran que la resiliencia del individuo depende en un grado importante de las experiencias tempranas de apego (Fonagy, Gergely, Jurist y Target, 2002; Schore, 2003a, 2003b, Siegel, 1999; Teicher, , 2002; Teicher et al, 1993). Los estudios longitudinales sobre apego muestran la persistencia de los patrones de apego de la infancia en la adolescencia y en la edad adulta (Carlson y Sroufe, 1995; Demos, 1998)
Bowly (1988) define la conducta de apego como una propensión instintiva, mostrada por los humanos y otras especies superiores, a buscar seguridad en la cercanía a un individuo específico percibido como protector, en situaciones donde se dispara el miedo u otros sentimientos asociados con la percepción de vulnerabilidad

El ABC del apego

Hay tres aspectos básicos a la hora de entender cómo se genera el apego y cómo se establecen los vínculos entre los padres e hijos (Sieguel & Hartzell, 2004):
A (Attunement): Sintonía, resonar con. El estado interno del padre está alineado con los de su hijo. Esto suele acompañarse de señales no verbales observables y contingentes.
B (Balance). Equilibrio, regulación. El niño se equilibra y regula en su cuerpo, emociones y estados mentales a través de la sintonía con el progenitor.
C (Coherencia). El sentido de integración que el niño adquiere a través de la relación con el progenitor hará que se sienta internamente integrado y en conexión con los demás.

La conducta de apego es un sistema innato del cerebro que evolucionó para dar seguridad al niño. Éste buscará la proximidad del progenitor, recurrirá a él como refugio seguro cuando sienta malestar para ser consolado e internalizará la relación con el progenitor como un modelo interno de base segura. Cuando se convierta en adulto, este individuo tendrá capacidad de autorregulación, será capaz de conectar con otros y de pedir y recibir ayuda. Todos estos aspectos están gravemente afectados en los pacientes con TLP.

Tipos de apego

Diversos autores han definido distintos tipos de apego, utilizando diversos nombres para subtipos equivalentes. Por ejemplo, el apego ansioso-ambivalente (Hazan & Shaver, 1987) ha sido denominado también preocupado (Bartholomew & Horowitz, 1991, 1998) y resistente (Ainsworth et al, 1978). Una circunstancia particular corresponde al subtipo de apego desorganizado (Main & Solomon 1986) que es especialmente relevante para este artículo. Esta categoría no está incluida en todas las clasificaciones ni es evaluada con todos los instrumentos psicométricos que evalúan apego.
Este hecho tiene probablemente gran relevancia en la minimización de este factor en el desarrollo del TLP.

Hazan & Shaver (1987) crearon el primer cuestionario para medir apego en adultos. Este cuestionario separaba únicamente los subtipos seguro, evitativo y ansioso-ambivalente
Bartholomew & Horowitz (1991, 1998) presentaron un modelo que identificaba cuatro categorías: seguro, distanciante, preocupado y temeroso. El último constituye una combinación de los otros dos. En base a estas categorías desarrollaron el Relationship Questionnaire (RC) en el que presentaban cuatro párrafos, cada uno describiendo una de las categorías o estilos de apego.

Dos cuestionarios muy utilizados tampoco recogen la categoría de apego desorganizado: El Cuestionario de Experiencias en Relaciones Intimas (ERC) creado por Brennan, Clark y Shaver en 1998 y su versión revisada creada por Fraley, Waller y Brennan en 2000. Estos cuestionarios presentan dos escalas de ansiedad y evitación, en base a las cuales se clasifica a los sujetos en una de las cuatro categorías del modelo de Bartholomew y Horowitz. El estilo seguro se caracteriza por baja ansiedad y baja evitación, el preocupado por alta ansiedad y escasa evitación, el estilo distanciante por baja ansiedad y alta evitación, y el temeroso se caracteriza por alta ansiedad y alta evitación.
El instrumento más elaborado para evaluar apego es la Entrevista de Apego Adulto (Adult Attachment Interview: AAI). Se trata de una entrevista semiestructurada y ha sido extensamente validada y refrendada empíricamente (Hesse, 1999)

Otra diferencia importante es que las propuestas de Hazan & Shaver y Bartolomew se centran en las relaciones románticas en adultos, mientras que el AAI valora el apego que la persona tuvo en su familia de origen. Dado que el AAI es el instrumento para evaluar apego más desarrollado, y por ser el qué más conexión directa tiene con el apego temprano, son los resultados que aportan los estudios empleando esta entrevista los que más tendremos en cuenta en este artículo. En ellos, como comentaremos, se ha relacionado el trastorno límite de la personalidad con los estilos de apego inseguro-ambivalente y desorganizado o no resuelto. Describiremos a continuación los distintos estilos de apego y nos centraremos en este artículo en conectar las experiencias y las situaciones relacionales características de estos tipos de apego, con los criterios diagnósticos del TLP.

El apego seguro

Los niños clasificados como con Apego Seguro en la “situación extraña” de Ainsworth lloran y protestan cuando el cuidador se ausenta, y se consuelan rápidamente cuando vuelve. Exploran activamente nuevos juguetes cuando sus cuidadores están presentes y son capaces de interaccionar con extraños (Ainsworth et al, 1978; Main y Solomon, 1986)
Los padres que tuvieron los adultos con apego seguro son descritos como más cálidos o empáticos, capaces de normalizar sus estados emocionales. Las madres con modelo de apego seguro expresan toda la gama de emociones, respondiendo a todo tipo de expresión y vivencia afectiva en sus hijos. Las madres sensibles tienden a sintonizar sus respuestas para modular los estados emocionales del niño (Malatesta et al 1989; Tronick 1989). Durante las interacciones entre madre e hijo, es frecuente que la madre imite las demostraciones de emoción con la intención de modular o regular lo que siente el niño (Malatesta e Izard 1984; Stern 1985; Papousek y Papousek 1987; Gergely y Watson 1996, 1999, Bateman y Fonagy 2004). El reflejo por parte de las madres (mirroring) de las experiencias subjetivas del niño ha sido reconocido por diversos autores como una fase clave en el desarrollo del self del niño. El cuidador seguro ayuda al niño a poner nombre a estas emociones por lo que podrán presentar una amplia gama de emociones y serán más capaces de reconocerlas en otros. Se ha encontrado que los individuos con apego seguro son mejores interpretando emociones faciales negativas y perciben mejor las emociones positivas que los que presentan un apego ansioso (Páez, Campos, Fernández, Zubieta y Casullo, 2007). Estos autores evidenciaron que los estilos de crianza parental y el ambiente familiar percibidos pueden ser considerados como antecedentes y promotores claves de esquemas cognitivos positivos de interpretación del mundo y de uno mismo. La profunda alteración de estos esquemas es una de las dificultades más frecuentes que se pueden observar en las personas con TLP, su visión del mundo está fuertemente condicionada por experiencias previas y muchos tienen la tendencia a evaluarse (de verse a ellos mismos) en función de cómo les han visto y/o tratado las figuras de apego principales.

Por el contrario, los padres que interpretan las señales del niño en función de “su propio estado” generarán confusión en el niño, quien tendrá dificultades para diferenciar entre lo que siente y lo que le “dicen que siente”. Esto se traducirá en problemas en el manejo de emociones en el adulto, dificultades en los límites y problemas en las relaciones con los demás. El adulto con TLP suele llegar a conclusiones sobre lo que piensan y sienten los demás en función de su propio estado emocional. Es frecuente que busque pistas en su entorno que “confirmen” lo que está pensando. Por ejemplo: ante el miedo al abandono, una persona con este diagnóstico puede interpretar señales o eventos neutros como “pruebas de que va a ser abandonado” (Mosquera 2009, 2010).

Las personas con apego seguro tienen mayor capacidad de respuesta ante imprevistos y son menos reactivos que aquellos con apego inseguro. Una persona con apego seguro suele hacer frente a los problemas, tiende a centrase en posibles soluciones y a posivitizar lo que ocurre. Por el contrario, una persona con apego inseguro o desorganizado suele tener muchas dificultades para hacer frente a los problemas de manera efectiva y tiende a recurrir a la acción impulsiva, algo muy frecuente en las personas con trastorno límite.

El apego inseguro – evitativo - distanciante.

Una minoría de niños muestra muy poco malestar durante la fase de separación de sus cuidadores en la “situación extraña” (Ainsworth et al, 1978; Main y Solomon, 1986). Cuando el cuidador vuelve estos niños evitan activamente el contacto con él o pueden saludarlo fugazmente. Con los extraños se relacionan de modo similar que con el cuidador, que a su vez rechaza la conducta de apego por parte del niño. Estudios de laboratorio parecen mostrar que en realidad estos niños presentan niveles muy altos de estrés fisiológico durante la separación, pero esto no se trasluce en sus caras o en sus conductas (Scroufe y Waters, 1977). Las estructuras para suprimir el afecto son rígidas y extremadamente organizadas (Slade, 1999).

El apego inseguro se manifiesta de distintos modos, que derivan de experiencias repetidas de falta de sintonía y comunicación no contingente. Cuando un progenitor está repetidamente no disponible y rechaza al niño, éste se adapta a evitar la cercanía y la conexión emocional con el progenitor. La comunicación es estéril. Es habitual que estos padres hayan a su vez, crecido en un desierto emocional que les ha impedido conectar con las necesidades de otros (incluidas las del niño) e interaccionar de manera adaptativa.

Este tipo de apego se ha relacionado con el desarrollo de psicopatología con tendencia externalizante, como el trastorno antisocial de la personalidad (Bakermans-Kranenburga y van Ijzendoorna, 2009) aunque no es el que más se ha relacionado con el TLP.

El apego inseguro - ambivalente – preocupado – resistente.

Una minoría de niños presenta altos niveles de estrés durante la separación. Cuando el progenitor vuelve muestran una mezcla de búsqueda de contacto y de resistencia al mismo. Las interacciones de sus cuidadores están llenas de irritación. Sus cuidadores tienen una disponibilidad impredecible, y son excesivamente intrusivos en la exploración de sus niños. Típicamente estos niños exploran poco y a menudo son retraídos con los extraños, incluso con su cuidador presente (Ainsworth et al, 1978; Main y Solomon, 1986).

El niño con apego inseguro ambivalente experimenta la comunicación con el progenitor como inconsistente y a veces intrusiva. La disponibilidad paterna es inconsistente y la comunicación no es plena. Desarrollan ansiedad e incertidumbre acerca de cuándo pueden o no depender de sus padres porque no están seguros de lo que pueden esperar. Esta ambivalencia crea una inseguridad en la relación padres-hijo que continuará en las futuras relaciones del niño. Veamos esto en el ejemplo del niño con apego ambivalente (Sieguel & Hartzell, 2004): el progenitor se asusta cuando el niño llora. El niño está en ese momento sintiendo malestar, quizás miedo. El miedo se mezcla con la ansiedad ante la reacción del progenitor. Sentir malestar, miedo y ansiedad es un estado mental, que se vuelve a reproducir una y otra vez en situaciones similares. El niño siente que algunas de sus emociones pueden ser peligrosas. En ese estado la respuesta de la madre o el padre de no reforzar, no consolar, o de rechazo genera en el niño un autoconcepto negativo. Además el niño interioriza que la conexión con otros genera ansiedad.

Por otro lado, y sin que ambas situaciones coincidan, sino que más bien se alternen, el niño tiene momentos en que el padre es emocionalmente accesible y es cercano. Esto se asocia a un determinado estado emocional en el niño, porque si cambia a otro estado emocional, nos vemos inmersos en el patrón previamente descrito. Aquí el niño es reforzado y puede desarrollar un autoconcepto positivo pero siempre condicionado. La cercanía es aquí positiva, pero no hay ninguna seguridad en su permanencia. La única posibilidad para el niño es tratar de abolir los estados emocionales generadores de malestar, lo cual como es sabido no es posible, y cuando los experimenta los hace aún más difíciles de regular.

El apego inseguro desorganizado – desorientado o no resuelto.

Un subgrupo de niños muestra reacciones peculiares y patrones conductuales conflictivos en presencia de sus cuidadores mostrando intenciones contradictorias o inmovilidad repentina con una expresión de aturdimiento y desorientación. Estos mismos niños pueden presentar otro patrón más organizado y orientado en la misma etapa, con otro cuidador. Este supbtipo de apego se definió después de los anteriores (Main y Solomon, 1986), y por ello en algunos estudios no se contempla, estando incluidos estos niños dentro del apego inseguro, fundamentalmente del subtipo ambivalente. Main y Solomon (1986), Barach (1991) y Liotti (1992) han sugerido que estos niños experimentan las expresiones y conductas de sus cuidadores tanto como atemorizantes como asustadas, incluso ambas simultáneamente, colocándoles en una paradoja de aproximación-evitación que pueden explicar las respuestas de inmovilidad y desorientación en estos niños.

En el apego (inseguro) desorganizado las necesidades del niño no son satisfechas y la conducta de sus padres es fuente de desorientación y/o miedo. Estos niños tienen repetidas experiencias de comunicación en las que el progenitor está emocionalmente desbordado, asustado o funciona de un modo caótico. En lugar de un refugio seguro, el progenitor es fuente de alarma y confusión para el niño, colocándole en una paradoja biológica. El sistema biológico de apego está programado para motivar al niño a buscar proximidad, recurrir al progenitor en momentos de malestar para ser consolado y protegido. Pero el niño está aquí atrapado en una paradoja porque escapar de lo que nos genera miedo o alarma también es un mecanismo biológico. El niño no puede escapar de esta situación, es lo que Mary Main y Erik Hesse han denominado “miedo irresoluble”. El sistema de apego se vuelve por tanto desorganizado y caótico, ya que esta es la única adaptación posible. El niño que crece en una relación de apego inseguro ambivalente o desorganizado, está haciendo en realidad una aproximación organizada a la relación (desorganizada) que mantiene con sus padres.

Quiere dar sentido a su experiencia. El niño se adapta a sus circunstancias lo mejor que puede. Tanto lo intenta que seguirá tratando de conseguirlo en todas sus futuras relaciones.
Es posible también que en clasificaciones que no contemplan el subtipo desorganizado de apego, o en estudios que emplean instrumentos psicométricos que no incluyen dicha categoría, los individuos con apego desorganizado-desorientado estén incluidos en esta categoría.

APEGO INSEGURO AMBIVALENTE

Las personas con apego inseguro ansioso ambivalente tienen una imagen de sí mismos negativa - más autocrítica - y potencialmente positiva de los otros (perciben positivamente el mundo), aunque sienten que éstos ni quieren relacionarse tan íntimamente con ellos, ni les apoyan tanto como les gustaría (Hazan y Shaver, 1994). Por ello buscan afiliación y apoyo intensamente, y muestran al mismo tiempo preocupación por ser abandonados. Después de una discusión perciben de manera más negativa tanto a su pareja como a la relación (Paez, no publicado).

El apego inseguro ansioso ambivalente o preocupado se caracteriza por la alta ansiedad de pérdida de la figura de apego. Un cuidador sobre-implicado a veces y rechazante otras, inconsistente e impredecible, es típico de este estilo. Los cuidadores (progenitores) ansiosos ambivalentes responden a la expresión y vivencia de la afectividad negativa, ignorando la afectividad positiva, enseñando al niño a focalizar la atención en la afectividad negativa y amplificando su importancia e influencia. Estas madres hacen pocos comentarios sobre los estados afectivos, debilitando el aprendizaje del léxico y verbalización emocional. En este contexto los niños expresan fuertemente sobre todo emociones negativas (Goldberg et al, 1994 citados en Taylor & Bagby, 2000, pag.56). Es decir, el cuidador ansioso ambivalente no enseñará al niño a regular sus emociones.

Lo descrito en el párrafo anterior describe muchos de los entornos en los que se han criado las personas con un trastorno límite de personalidad y explicaría las carencias observadas en la capacidad para regular sus estados emocionales (las “llamadas de atención desesperadas”, la tendencia a centrarse en lo negativo, etc…). Los resultados obtenidos con la Escala de Experiencias Familiares en la Infancia (EFI) (Gonzalez & Mosquera, 2009b) en pacientes con TLP muestran una alta frecuencia de este tipo de situaciones en la interacción con los cuidadores primarios.
Sieguel & Hartzell (2004) describen de este modo la interacción entre el niño y su cuidador en este tipo de apego:

Cuando el progenitor oye llorar a su hijo, a veces sabe qué hacer pero otras veces actúa
ansiosamente y no se siente seguro de ser capaz de calmarlo. Se levanta, va a junto a su hijo poniendo cara de preocupación y lo coge en brazos. Está preocupado y le vienen a la cabeza pensamientos sobre estrés en el trabajo y esto le conecta con comentarios humillantes de su propio padre cuando era pequeño, mientras su madre se ponía muy nerviosa pero nunca salió a defenderlo. Tenía que controlarse para no gritar a su padre, estaba angustiado y se sentía muy inseguro. Se juró a sí mismo que nunca trataría a sus hijos como sus padres lo habían hecho y que por supuesto no haría nada que los hiciera llorar.
Cuando ve a su hijo se dice “Esta debe ser una de esas veces en que no hay modo de consolarla”. Su cara de preocupación y sus brazos tensos no le daban a la niña ninguna sensación de consuelo ni de seguridad. Ella es un bebé y no puede saber que la ansiedad en la cara de su padre o de su padre no tiene nada que ver con ella. Al darle de comer se calma, y el padre se queda tranquilo, pero con la preocupación de que se pueda volver a poner a llorar.

Experiencias repetidas de este tipo con un progenitor llevan a un apego ansioso/ambivalente. El progenitor no se da cuenta en ocasiones de lo que el niño necesita (cimentando una futura dificultad para reconocer las propias necesidades, y de buscar una gratificación adecuada para ellas) y la respuesta es impredecible. Esto crea una sensación de incertidumbre en que los otros sean fiables para la conexión. Al no ser el cuidador un refugio seguro el niño puede mostrarse muy angustiado ante la separación del progenitor. Esto podría conectarse con el futuro criterio 1 del TLP: Esfuerzos frenéticos para evitar un abandono real o imaginario, así como con el criterio 2: Relaciones interpersonales inestables e intensas que alternan entre los extremos de la idealización y devaluación. Esta oscilación puede reflejar muchos de los cambios extremos que el progenitor mostraba ante las reacciones del niño.
Establecer una relación lineal entre un tipo de apego y un síntoma es extraordinariamente simplista, y no es en absoluto la intención de este artículo. Pero si resulta de utilidad tratar de comprender e ilustrar cómo experiencias tempranas pueden conectarse con modos de funcionamiento adultos.

APEGO DESORGANIZADO

El apego desorganizado se caracteriza por temor hacia el progenitor y una carencia de estrategia de apego coherente (Main & Solomon 1986). La categoría de apego desorganizado se ha relacionado con las conductas autoagresivas y potencialmente violentas. Muchos niños que manifiestan problemas de conducta muestran apego desorganizado en la infancia (Lyons-Ruth 1996; Lyons-Ruth & Jacobovitz 1999). Sabemos que muchos trastornos límite han sido considerados “trastornos de conducta” antes de recibir el diagnóstico de TP y que la mayoría de éstos se autolesionan o autoagreden por motivos muy variados, siendo el más frecuente el de la autorregulación afectiva.

Existe evidencia de la asociación entre este estilo de apego con conductas aterradoras o disociadas por parte del progenitor (Schuengel et al 1999; Lyons-Ruth et al 1999a). Las madres que muestran una baja capacidad reflexiva tienden a presentar conductas intrusivas, temerosas, de encierro en ellas mismas y otras conductas que han mostrado ser generadoras de un apego desorganizado en el niño (Lyons-Ruth et at 1999b).

En el apego desorganizado el niño puede experimentar situaciones como las mencionadas en el apartado referido al apego evitativo o ambivalente, pero cuando hay un malestar importante, el progenitor actúa de un modo muy diferente (Sieguel & Hartzell, 2004). Se levanta y va hacia el niño que llora, dispuesto a parar sus molestos chillidos. Le coge con brusquedad y demasiado fuerte. Al llegar el cuidador el niño siente primero alivio, para luego expresar más malestar ante la brusquedad de éste. La respuesta alterada del niño, extrema la conducta del progenitor, retroalimentándose y potenciándose más que regulándose la activación de ambos. El cuidador se ve incapaz de afrontar la situación. Se siente desamparado y sus pensamientos empiezan a fragmentarse. Se conecta con experiencias con su propia madre alcohólica sacudiéndolo. Continúa mecánicamente con el cuidado del niño, pero absolutamente desconectado. El niño aprende así que las emociones intensas llevan al caos, y las asocia a estados de semitrance.

El niño que crece en este entorno tendrá serias dificultades para entender las reacciones del progenitor y para saber a qué atenerse. Es frecuente que el niño asuma responsabilidad sobre la conducta del progenitor. Por ejemplo un niño puede responsabilizarse de un estallido por parte de su madre y pensar en términos de: “se puso así porque le desperté” (obviando la realidad: que son las 18:00 de la tarde y que lógicamente tiene hambre y por eso necesita despertar a su madre). Muchas personas con trastorno límite de personalidad se responsabilizan excesivamente de lo que ocurre a su alrededor, hasta el punto de sentirse responsables de eventos que no tienen nada que ver con ellos. Otros, después de cansarse de este papel se pasan al extremo opuesto: culpar a los demás de todo lo que pasa. Estas atribuciones de responsabilidad y/o culpa pueden oscilar dando la sensación de estar ante una persona inestable e impredecible (cuando en ocasiones lo que ocurre es que se están reproduciendo escenas del pasado o experiencias vividas).

Sin embargo, si situamos estas reacciones en la relación de apego originaria, vemos que muy al contrario, proporcionaron al niño un modo de introducir predecibilidad en un entorno caótico. El niño por un lado necesita el apego con un cuidador (es una necesidad biológica más intensa que el hambre de alimentos). Para tener a qué apegarse, muchas veces ha de construir a un cuidador “bueno”, por la vía de la idealización. Sentirse culpable de la conducta paterna es quizás el único modo de preservar esta figura de apego. Por otro lado ha de defenderse del peligro, que el mismo cuidador representa. El modelo de expresión de agresividad (un elemento nuclear de la respuesta defensiva) es ese mismo cuidador, que expresa esa agresividad a través de reproches, o en ocasiones insultos o maltrato físico. Este modelo se reproduce cuando el adulto expresa rabia, y llena a los que les rodean de reproches y agresividad verbal o física. Muchas veces las críticas a los demás y sobre todo las que se hacen a sí mismos internamente, son reproducciones de verbalizaciones que sus padres les hicieron a ellos.

Investigación en Apego y Trastorno de Personalidad

Existe un importante número de estudios que vinculan el apego en la infancia con el desarrollo de trastornos de personalidad en la edad adulta y apuntan a que el apego inseguro es un factor de riesgo muy relevante para el desarrollo de psicopatología

El patrón normativo en madres en población general es de un 58% de apego seguro, un 23% distanciante, un 19% preocupado y un 18% adicional clasificado como apego no resuelto (BakermansKranenburga y van IJzendoorna, 2009). En esta extensa revisión de los estudios en que se ha empleado la entrevista de apego adulto (AAI) en los últimos 25 años, se vio que los sujetos de muestras clínicas tenían más apego inseguro y no resuelto que los grupos no clínicos. Los trastornos con una dimensión internalizante (como el TLP) se asociaba más con apego preocupado y no resuelto, y aquellos trastornos con una dimensión externalizante (como el trastorno de personalidad antisocial) se asociaban más a apego distanciante y preocupado.

Fonagy et al (1996) encontraron que el 92% de los pacientes con TLP presentaban apego inseguro (valorado con el AAI), especialmente del tipo preocupado y no resuelto. En un estudio de mujeres con trastorno límite West, Keller, Links y Patrick (1993) encontraron fundamentalmente relaciones de apego temprano del tipo inseguro preocupado. Patrick, Hobson, Castle y Howard (1994) encontraron un 83% de apego preocupado en un grupo de 12 pacientes con TLP. Nickell et al (2002) encuentran en su estudio que, controlando la influencia del sexo, las experiencias traumáticas en la infancia y la presencia de un trastorno mental del Eje I, el apego inseguro temprano es un factor predictor significativo para el TLP. Ling y Qian (2010) encuentran en una muestra de estudiantes una correlación entre las puntuaciones obtenidas en un cuestionario de personalidad y los factores de evitación y ansiedad en las relaciones íntimas.

Diversos autores han relacionado el apego desorganizado con los trastornos disociativos. Los problemas de infradiagnóstico de estos cuadros añaden confusión a la interrelación entre apego inseguro, sobre todo el subtipo desorganizado, TLP y disociación. Un tercio de los trastornos límite ingresados padecen síntomas disociativos graves según Zanarinni (2009). Algunos autores como Korzekwaa et al (2009) encuentran un 76% de trastornos disociativos entre los pacientes con TLP. Los trastornos disociativos son en diversos trastornos mentales, pero en particular en el TLP, un factor de confusión (Sar & Ross, 2006). Los instrumentos estandarizados que evalúan trastornos del Eje I como la SCID-I no evalúan en absoluto la sintomatología disociativa. Los instrumentos que evalúan personalidad, como la SCID-II tampoco discriminan los trastornos disociativos. Es altamente probable que estudios muy rigurosos, que emplean entrevistas diagnósticas cuya validez a nivel general es aceptada, simplemente ignoren la presencia de un trastorno disociativo comórbido.

Los trastornos disociativos se han asociado en numerosos estudios al apego desorganizadodesorientado-no resuelto, y los traumas subsecuentes tienen con este patrón de apego un efecto acumulativo que conlleva mayores tasas de disociación (Liotti, 2009).

Estos datos encajan con dos perfiles que encontramos entre los pacientes con trastorno límite. Esta diferenciación la enunciamos a modo de hipótesis, pero coincide con las observaciones clínicas y tiene implicaciones para el abordaje terapéutico. Añadiríamos un tercer grupo donde los factores genéticos o biológicos (comorbilidad con trastorno bipolar, TDAH, abuso de sustancias, etc) juegan un papel predominante, ya que aunque los factores de apego y trauma tempranos parecen tener relevancia en la etiología del TLP, también parece claro que es necesario tener en cuenta otros factores.

Sin embargo, la contribución de cada uno de estos tres elementos principales, será diferente en cada caso particular. Estos tres perfiles no son excluyentes, pudiendo solaparse muchos de estos factores, y no pretenden ser una clasificación categorial, sino una ayuda a la hora de orientar el abordaje específico de cada caso (Mosquera, Gonzalez y van der Hart, 2011):

• Un grupo de TLP, que no presenta síntomas disociativos relevantes. En este grupo la historia de trauma grave, abuso sexual, maltrato, es menos frecuente. Presentan una historia de apego disfuncional, bien en su propia etapa de crianza, o en la vivida por el cuidador principal. Se relacionaría más con un apego ansioso-ambivalente-preocupado.
• Otro grupo de pacientes borderline presenta sintomatología disociativa importante, y con frecuencia un trastorno disociativo comórbido. La historia de trauma grave en la infancia es más probable, y el patrón de apego con el cuidador principal entra más en el grupo desorganizado-desorientado-no resuelto.
• Un tercer grupo de pacientes con TLP presenta una inestabilidad emocional de base con conexión genética con el trastorno bipolar, o una impulsividad relacionada con un trastorno por déficit de atención con hiperactividad, rasgos emparentados con los cuadros del espectro esquizofrénico, o derivados en una parte importante de un consumo concurrente de drogas o alcohol.

Los casos “puros” serán los menos frecuentes, aunque en ocasiones ejemplos de cada uno de estos grupos pueden ser esgrimidos como argumento para defender una base traumática, del apego temprano o de los factores biológicos. Estas tres perspectivas no están a nuestro juicio en contradicción, sino que confluyen en un modelo integrador (Mosquera, Gonzalez y van der Hart, 2011)

TEORÍA DE APEGO Y TRASTORNO LÍMITE DE LA PERSONALIDAD

Muchos autores han recurrido a las ideas de Bolwlby para explicar la patología límite (Bateman & Fonagy 2004, Fonagy & Bateman 2007). Gunderson (1996) propone que la intolerancia a la soledad estaba en el núcleo de la patología límite y que la imposibilidad de las personas con este diagnóstico de invocar una “introyección tranquilizante” era la consecuencia de los fracasos trempranos del apego. Describe patrones típicos de disfunción límite en relación con las reacciones exageradas de un niño con un apego inseguro (por ejemplo, aferrarse a otras personas, miedo por las necesidades de dependencia, terror al abandono y monitorización constante de la proximidad del cuidador) y explica, que la necesidad de “comprobar la cercanía de otros y la tendencia a establecer contacto mediante demandas de atención y peticiones de ayuda, además de las conductas pegajosas”, están relacionadas con el apego ambivalente y/o preocupado.

Crittenden (1997) destacó la profunda ambivalencia y el miedo a las relaciones íntimas de las personas con trastorno límite. Lyons-Ruth y Jacobovitz (1999) se centraron en la desorganización del sistema de apego durante la infancia como factores predisponentes a la patología límite posterior. Los autores identificaron que un patrón desorganizado e inseguro, en contraposición a un patrón seguro, predispone a tener problemas de conducta.

Fonagy (2000) y Fonagy et al (2000) destacaron la importancia del apego en el desarrollo de la función simbólica y la forma en la que un apego inseguro y desorganizado puede generar vulnerabilidad. Todos estos abordajes teóricos, y otros, predicen que las representaciones del apego en personas con patología límite serán muy inseguras y podría decirse que desorganizadas (Fonagy & Bateman, 2007).

Para Bateman y Fonagy (2004), no hay duda alguna de que las personas con trastorno límite son inseguras en su apego pero consideran que las descripciones de apego inseguro desde la infancia o adultez no proporcionan un relato clínico adecuado por varios motivos, entre los que destacamos que el apego ansioso es muy común (Broussard 1995), y que los patrones de apego ansioso de la infancia se corresponden con estrategias relativamente estables en la adultez (Main et at. 1985) mientras que la marca distintiva de los trastornos de apego de las personas con trastorno límite es la ausencia de estabilidad (Higgitt y Fonagy 1992).

Joel Paris (1994) plantea un modelo biopsicosocial con el que pretende explicar cómo se desarrollan los trastornos de la personalidad y en particular, el trastorno límite de la personalidad. Este autor plantea que existen factores de riesgo acumulativos e interactivos (biológicos, psicológicos y sociales). Comenta que el temperamento de cada niño le puede predisponer a ciertas dificultades, pero que el temperamento unido a experiencias de pérdida, trauma o desatención, pueden hacer que los rasgos se conviertan en patológicos. Como ejemplo ilustrativo explica que la mayoría de los niños tímidos (temperamento) superan la timidez a medida que crecen pero si el entorno familiar no les da el apoyo necesario, la introversión se puede acentúar (rasgos) y convertirse en patológica (trastorno). La timidez puede llevar al niño a mantener contactos sociales caracterizados por ansiedad, retraimiento y patrones de apego anormales. Si esto continúa en el tiempo, se acaba complicando y las conductas finalmente se corresponderán con los criterios diagnósticos de los trastornos de personalidad dependiente y evitativos (criterios que bajo nuestro punto de vista manifiestan las personas con trastorno límite de la personalidad en su manera de relacionarse y de hacer frente a los problemas).

Otro aspecto interesante que señala este autor es que algunas personas con trastorno límite comienzan la vida con características temperamentales que serían compatibles con la normalidad (por ejemplo un niño poco reflexivo y más tendente a la acción) y que con el apoyo psicosocial adecuado, no tendrían por qué haber desarrollado necesariamente un TP. Paris señala que los padres de futuros adultos con TLP pueden ellos mismos, tener trastornos de la personalidad, ser insensibles a las necesidades de sus hijos o fracasar a la hora de aportar un entorno de apoyo adecuado. Las experiencias positivas con figuras de apego seguro son uno de los factores protectores con más peso. David M. Allen (2003) plantea lo que denomina confusión de roles parentales. Describe como algunos padres de personas con TLP pueden estar centrados obsesivamente en sus hijos y mostrar enfado de modo simultáneo (uno de los aspectos que pueden generar un apego ambivalente inseguro como comentaremos más adelante en este artículo). Una manera de entender esta conducta contradictoria en los padres de personas con TLP es conceptualizarla como una reacción a un conflicto intrapsíquico sobre el rol de padre/madre; un conflicto que se genera y refuerza por la propia experiencia de estos padres con sus familias de origen. Por esto, la ambivalencia sobre ser padre/madre sería el tema básico del conflicto relacional (Luborsky & Crits-Cristoph, 1990). Sienten que su deber es sacrificar todo por sus hijos pero al mismo tiempo, se sienten abrumados por la responsabilidad y resentidos por el sacrificio que tienen que hacer.

Resumiendo, los problemas de apego no darían respuesta por sí solos a la complejidad del TLP ni serían la única causa para que una persona pueda desarrollar un trastorno límite de personalidad aunque sí una de las piezas del puzzle.

EL POSIBLE IMPACTO DE UN APEGO INSEGURO-AMBIVALENTE Y/O DESORGANIZADO-NO RESUELTO EN EL ADULTO CON TRASTORNO LÍMITE DE LA PERSONALIDAD

Bateman y Fonagy (2004) defienden que debido al maltrato (físico y psicológico), las personas con trastorno límite de la personalidad tienen una capacidad inadecuada para representar estados mentales: para reconocer que las reacciones propias y de otros están motivadas por pensamientos, sentimientos, creencias y deseos. Según estos autores, esta carencia es el resultado de no haber recibido la ayuda necesaria para integrar dos modos primitivos de experimentar el mundo interno: simulación y equivalencia psíquica. La equivalencia psíquica es un modo primitivo, desde el punto de vista del desarrollo, de experimentar el mundo subjetivo antes de que se haya desarrollado completamente lo que estos autores denominan “mentalización”.

El niño de 2 años de edad está convencido de que todo lo que está en su mente es equivalente a lo que existe fuera de él y que todo lo que está fuera debe, por definición, existir en su mente, porque su mente es equivalente funcionalmente al mundo material (Fonagy & Target 1996; Target & Fonagy 1996; Fonagy & Bateman 2007). El complemento a este estado es el modo de “simulación”, en el que el niño siente que nada de lo que experimenta como subjetivo tiene una posible conexión con la realidad (Fonagy & Bateman 2007). La sensibilidad del cuidador al estado mental del niño tiene una intensa relación con el apego seguro y el desarrollo en el niño de la capacidad de mentalizar (de representar el comportamiento del propio yo y los otros en relación con los estados mentales subyacentes) (Fonagy & Target, 1996; Fonagy P, Steele H, Steele M (1991b) Meins & Fernyhough, 1999; Meins & Russel, 1997;; Meins, Ferryhough & Fradley, 2001).

La alternancia entre una respuesta y otra (apego ambivalente) o la esencial contradicción inherente al apego desorganizado, lleva a la falta de integración. Esto se conecta con el criterio diagnóstico nº 3 del TLP: Alteración de la identidad: auto-imagen o sentido de sí mismo acusada y persistentemente inestable. ¿Cómo integrar un padre que se asusta cuando lloro o se altera cuando me enfado, con un padre a veces disponible y cariñoso? El primero se asocia con un estado mental desregulado, que en el futuro surgirá siempre que el individuo se sienta triste, asustado o enfadado, y hará que no pueda modular esas emociones. Esto se relaciona con otros de los criterios del TLP: la Inestabilidad afectiva debida a una notable reactividad del estado de ánimo (por ej.: episodios de intensa disforia, irritabilidad o ansiedad, que suelen durar unas horas y raras veces unos días) (criterio 6) y con la ira inapropiada e intensa o dificultades para controlar la ira (por ej.: muestras frecuentes de mal genio, enfado constante, peleas físicas recurrentes), (criterio 8).

Estos estados mentales incompatibles y alternantes se consideran en la teoría de la disociación estructural de la personalidad (Van der Hart, Nijenhuis & Steele, 2006) como partes disociativas de la personalidad (Mosquera, Gonzalez, & Van der Hart, 2010, 2011, en prensa). La TDSP no se refiere únicamente a los cuadros disociativos graves, sino al espectro de trastornos basados en situaciones traumáticas, en los que se engloban las situaciones crónicas de apego disfuncional. El paciente con disociación estructural de la personalidad no tiene un sentido integrado de la misma, sino que alterna entre distintos estados mentales (partes de la personalidad), que contienen distintas emociones, distintos conceptos del self y de las relaciones.

Los estados ambivalentes del TLP se suelen reflejar en un adulto que no es capaz de manejar su ansiedad: cuando la siente, automáticamente se desborda. Algunos lo llamarían histérico o teatral. Nosotros consideramos que no es más que el reflejo de la complejidad interior y de falta de habilidades que presentan muchas de las personas con este diagnóstico. Una persona que no es capaz de controlar su rabia (criterio 8), se desgasta en vanos intentos de suprimirla, pero sólo consigue actuarla (realizando conductas compensatorias como romper cosas, conducir temerariamente, pegar…) y/o disociarla. Las partes o emociones más rechazadas suelen constituir las partes disociativas de la personalidad que son vividas como más egodistónicas y pueden asociarse con los síntomas disociativos más prominentes (Van der Hart, Steel & Nijenhuis, 2008).

Un ejemplo de partes disociativas de la personalidad son las alucinaciones auditivas presentes en los TLP. Estas voces son muchas veces fenómenos mentales derivados de estados mentales completamente disociados. Por ejemplo, un niño que crece en un entorno de maltrato físico acostumbra a tener una reacción compleja con su rabia. Esta emoción ha de ser abolida como forma de protegerse frente a más agresiones, y también porque es identificada con el maltratador. Todo lo relacionado con esta emoción es apartado de la mente para poder llevar adelante la vida diaria, constituyendo una Parte Emocional de la Personalidad (PE), según la teoría de la disociación estructural (Van der Hart, Nijenhuis & Steel, 2008). La Parte de la Personalidad Aparentemente Normal (ANP) se encargaría de llevar adelante la vida cotidiana, mientras trata de evitar los contenidos y emociones relacionados con el trauma. Pero esto que se aparta es contenido en una especie de subsistema mental total o parcialmente desconectado del resto. Lo que viene de este subsistema puede ser experimentado desde la ANP como un síntoma intrusivo: pensamientos o emociones que no parecen propias, o alucinaciones auditivas, que son interpretadas como ideación paranoide transitoria en momentos de estrés elevado o síntomas disociativos graves (criterio 9). Los recuerdos centrados en esa emoción pueden estar aislados en este subsistema, lo cual vemos desde fuera como amnesia: la ANP no recuerda, porque los recuerdos están “guardados” en una personalidad emocional (EP). Si recordara sentiría rabia, y se activaría un estado emocional diferente. Por ejemplo: paciente que llama al teléfono de Urgencias relatando brutalidades que le ha hecho y dicho su pareja. Se fija una cita para atender a la paciente y ésta acude de la mano de su pareja. Cuando la terapeuta le pregunta si han solucionado el problema por el que había llamado al teléfono de Urgencias, la paciente recuerda y se activa de manera intensa, gritándole y llorando “por el daño que le había hecho”. Muchos pacientes con TLP nos presentan estos cambios radicales de estado emocional. De repente se conectan con su rabia, y desde ahí adoptan una posición defensiva (porque es lo que han aprendido a hacer: a aparentar que todo va bien porque expresar sus verdaderas emociones les ha ocasionado problemas). En estos momentos pueden recordar contenidos mentales distintos de los que nos relatan en su estado anterior, lo que no pocas veces es interpretado como falsedad cuando es en realidad una memoria dependiente de estado.

Es fácil ver cómo una primera relación de apego inestable y caótica puede generar un patrón de relaciones interpersonales inestables e intensas (Mosquera & Gonzalez, 2010, 2011) caracterizado por la alternancia entre los extremos de idealización y devaluación (Criterio 2). El apego ambivalente o desorganizado puede generar disociación como el único modo de mantener coherencia. La imagen de un padre cuidador, capaz de consolar y la de un padre desconcertado, ansioso o incluso atemorizante son incompatibles, no ya para un niño pequeño, sino para cualquiera. Mantener estos aspectos: el padre bueno, muchas veces idealizado para conseguir una figura de apego medianamente digna (aunque ficticia) no puede mezclarse con el padre ansiógeno, caótico o atemorizante. Siguiendo el modelo de la teoría de la disociación estructural, ambas experiencias se almacenan en estados mentales distintos, conformados por distintos sistemas de acción neurobiológicos.

El padre “bueno” se conecta al sistema de apego, condicionado de modo innato para vincularse al progenitor. El padre atemorizante se vincula a un sistema de acción de defensa, mediado por la rabia, que se activa para que nos protejamos del peligro. Cuando el individuo se ve en una relación tiende a activar el primer sistema. Fácilmente idealiza, como lo hacía con el progenitor. Se vincula con la necesidad desmedida de afecto que sintió de niño y que nunca fue plenamente (o no lo fue en absoluto) cubierta. La necesidad de vinculación es muy intensa, y no pocas veces vemos esta intensidad como desproporcionada, etiquetándolo como llamadas de atención. Y es cierto que es desproporcionada a la situación actual, pero es absolutamente proporcionada a la situación que lo originó. Dado que el cambio en el otro siempre ha sido la norma, el individuo está constantemente alerta frente a una posible expresión negativa en los demás: chequea la más mínima señal de rechazo.

Esta hipersensibilidad lleva a reacciones ante detalles que también son vistas como desproporcionadas. Pero son desproporcionadas nuevamente en la situación actual, y no tanto en la previa. Dado que estos subsistemas incompatibles y disociados no pudieron ser integrados, permanecen en sistemas de funcionamiento más primitivos. Podemos ver así pacientes aparentemente
“infantiles” o con conductas “regresivas”.

Las personas con TLP necesitan tener relaciones, más que disfrutar de ellas. Las relaciones son necesarias para estabilizar la estructura del propio yo, pero también son la fuente de máxima vulnerabilidad, porque en ausencia del otro, cuando las relaciones se rompen, o si el otro muestra independencia, el propio “yo extraño” vuelve a causar estragos (perseguir desde el interior) y a desestabilizar la estructura del propio yo. La vulnerabilidad es máxima en el contexto de las relaciones de apego. Un trauma previo deja un modelo de trabajo interno empobrecido desde el punto de vista de las representaciones claras y coherentes de los estados mentales en el propio yo y en los demás. Este sistema de representaciones es activado por la relación de apego, con la consecuencia de que ya no se ven claramente los estados mentales del otro. Se necesita con desesperación al otro físico para liberar al propio yo de su violencia que se dirige hacia dentro, pero sólo en la medida en que actúa como vehículo para el estado del propio yo del paciente. Cuando se produce este proceso, la dependencia del otro es total. Es inconcebible la sustitución, independientemente de cómo pueda parecer la relación de destructiva o desesperanzada desde el exterior (Fonagy & Bateman, 2007).

Todo lo anterior guarda relación con los criterios del DSM para el trastorno límite de la personalidad (Mosquera & Gonzalez, 2010, 2011) especialmente con los criterios 1 (esfuerzos frenéticos para evitar un abandono real o imaginario) 3 (patrón de relaciones interpersonales inestables e intensas caracterizado por la alternancia entre los extremos de idealización y devaluación) y 6 (inestabilidad afectiva debida a una reactividad del estado de ánimo).
A continuación nos extendemos un poco más en cada uno de los criterios y en su posible relación con el apego y las experiencias en la infancia.

Entendiendo LOS CRITERIOS DSM PARA EL TLP desde el apego y las experiencias infantiles

La descripción del trastorno límite en las clasificaciones internacionales CIE-10 y DSM-IV-R y los factores de apego han sido descritos, pero puede resultar difícil entender en detalle cómo estos factores contribuyen al desarrollo de cada criterio (Mosquera & Gonzalez, 2010, 2011). El interés de este apartado es ayudarnos a entender esta posible relación, sin pretender defender que las disfunciones tempranas de apego sean el único factor implicado en el desarrollo de una patología límite (Mosquera, Gonzalez, & Van der Hart, 2010, 2011, en prensa).

CRITERIO 1. Esfuerzos frenéticos para evitar un abandono real o imaginario

Podríamos ver la conducta ambivalente o caótica del cuidador como un refuerzo intermitente de la conducta de búsqueda del apego. Como es sabido, el refuerzo intermite potencia más la conducta que el refuerzo continuo positivo o negativo. Dado que en ocasiones la proximidad, el afecto y el cuidado le son negados, o recibe mensajes contradictorios, el niño busca con desesperación al cuidador. El progenitor está presente, pero no siempre disponible emocionalmente.

Estos niños estarán preocupados por la vinculación con los demás cuando son adultos (Ogden, 2006), se preocupan por sus necesidades de afecto, pueden ser vistos como dependientes o incluso pegajosos. También podemos encontrar manifestaciones más complejas que van acompañadas de defensas que pueden ser expresadas de manera indirecta: el paciente que no se siente capaz de mantener una relación que por otro lado necesita desesperadamente, puede alternar muestras de debilidad y amenazas con esta finalidad.

La desesperada necesidad de apego y los esfuerzos desesperados para evitar el abandono contribuyen notablemente a la intensidad e inestabilidad de las relaciones. La necesidad de afecto del otro nunca se ve completamente colmada, y a menudo precisa de “pruebas” de ese afecto, como resultado de la baja capacidad de mentalización de estos sujetos (Bateman y Fonagy, 2006). Por otro lado una leve discrepancia, un distanciamiento, o la falta de respuesta suficiente (nunca es suficiente) genera una reacción catastrófica que amplifica más que resuelve las dificultades que la relación va presentando (criterio 2). Muchos episodios de conductas impulsivas (criterio 4) e intentos, amenazas autolíticas o autolesiones (criterio 5) están enmarcados en este panorama relacional (Mosquera 2009, 2010).

CRITERIO 2. Patrón de relaciones interpersonales inestables e intensas caracterizado por la alternancia entre los extremos de idealización y devaluación

El niño frente a un apego inseguro ambivalente o desorganizado no puede mostrar una conducta uniforme y consistente: no sería adaptativo. Steele, Van der Hart y Nijenhuis (2001) cuestionan de hecho que este último tipo de apego pueda denominarse “desorganizado” ya que en el contexto de un cuidador que es tanto atemorizante como temeroso, el tipo de apego desorganizado/desorientado es realmente una respuesta organizada y lógica, fruto de la activación simultánea o secuencial del sistema biológico de apego y el sistema simpático y vagal dorsal que media la defensa ante el peligro. La oscilación del niño es complementaria a la del progenitor.

En el apego inseguro ambivalente (organizado), la estrategia conductual es más o menos siempre la misma: como no puedo predecir qué va a hacer mi cuidador, si me cuelgo de su cuello (con llanto, grito, pataleo) por lo menos me aseguro de que va a estar presente. En este sentido la estrategia conductual de acercamiento es más o menos estable u organizada. Pero la secuencia de acercamiento en el apego desorganizado tal vez es organizada y lógica en términos disociativos estructurales (por la activación simultánea de dos sistemas de acción que no debieran estar activándose de esa forma en ese momento), pero en términos de apego es esa la forma caótica, porque precisamente el acercamiento no se termina de concretar.

Para poder apegarse a un progenitor inconsistente y agresivo, el niño no tiene a veces otra opción que idealizar para construir una imagen parental en ocasiones muy distante de la realidad. Muchos pacientes nos hablan de padres o familias “perfectas”, negando o disociando los elementos que no cuadran con esta imagen. De este modo el único apego posible es preservado. Los aspectos atemorizantes de la figura parental son almacenados en otro estado mental, asociado ya no al apego, sino a los sistemas biológicos de defensa. Ambos estados mentales, mediados por estructuras y sistemas neurobiológicos diferentes, pueden alternar a veces sin solución de continuidad, produciendo los drásticos cambios de la idealización a la devaluación que se observan en estos pacientes tanto en sus relaciones personales como en la relación terapéutica. Cualquier pequeño detalle puede desencadenar una sensación de traición y profundo dolor (Mosquera 2004, 2010), lo que también guarda relación con el temor al abandono (imaginario en el presente, pero dolorosamente real en la infancia). A su vez la reacción se ve magnificada por la alta reactividad e inestabilidad afectiva de estos pacientes (criterio 6).

La sensación de seguridad básica crece en el niño a través de la experiencia de haber sido mirado como alguien importante y especial por sus cuidadores, con una mirada de amor incondicional (Knipe, 2008). El niño se acepta plenamente porque se siente aceptado al 100%. Muchas conductas pueden ser potenciadas, censuradas, redirigidas, etc, sin que el niño se sienta cuestionado como individuo. Si el niño se siente querido “con condiciones” desarrolla una creencia disfuncional de no ser totalmente válido a menos que… Esto les hará de adultos más inseguros, más dependientes de la validación externa. Muchos se sienten como “farsantes” y se esfuerzan para mantener una fachada de aparente normalidad (Mosquera 2009, 2010). La hipersensibilidad puede hacer que se muestren atentos a cualquier posible señal de alerta que implique rechazo o la posibilidad de “que se les conozca de verdad”. Es habitual que sientan que si los demás les llegan a conocer, se alejarán de ellos (en muchas ocasiones las figuras de apego les han transmitido este tipo de mensajes de manera recurrente). La falta de predictibilidad del progenitor, puede contribuir también a generar una sensación de permanente alerta en las relaciones interpersonales.

CRITERIO 3. Alteración de la identidad: auto-imagen o sentido de sí mismo acusada y persistentemente inestable

A grandes rasgos, la Identidad, sería el conjunto de características que nos permiten tener un sentido de quiénes somos, qué queremos y hacia dónde vamos. El concepto de identidad es polisémico y confuso. Según Novella y Plumed (2005), una identidad sana incluiría la capacidad de elegir un camino apropiado a nivel ocupacional, de alcanzar intimidad con otros y de encontrar un lugar en el seno de la sociedad. El polo opuesto de la identidad sería la confusión de la identidad, a la que Erikson (1980) se refirió originalmente como difusión de identidad y que puede manifestarse de diversas maneras: en un sentimiento subjetivo de incoherencia, en una dificultad para asumir roles y elecciones ocupacionales o en una tendencia a confundir en las relaciones íntimas los atributos, emociones y deseos propios con los de la otra persona y temer por tanto una pérdida de identidad personal cuando una relación termina.

Cuando un paciente no tiene una identidad definida y no encuentra una explicación a lo que ocurre suele “buscar” pistas en los demás. Algo que le permita explicar su confusión y su incertidumbre, una explicación que disminuya su culpa y que a la vez, permita que los demás le comprendan. Esto está relacionado con uno de los aspectos que se observan durante los ingresos: la mimetización. Es frecuente que durante un ingreso, la persona con una identidad difusa, tome como referencia al grupo de pacientes con los que se encuentre ingresado y empiece a copiar y manifestar la sintomatología de estos, llegando a creerla propia (Mosquera 2004, 2010). Algunos pacientes encuentran en el diagnóstico una seña de identidad, a la que se aferran en buena parte debido a la ausencia de una autoconcepto sólido y a la dificultad que encuentran en contactar realmente con sus emociones y necesidades. Muchos refieren dificultades para “encontrar su camino” o “averiguar cómo son” y se sienten abrumados cuando han de responder a preguntas básicas del tipo “¿cómo te describirías?, ¿qué es lo que te gusta hacer?” (Mosquera 2009, 2010). Es a esto a los que nos referíamos antes cuando señalamos que el niño con problemas de apego intenta encontrar un sentido a sus vivencias y que lo seguirá intentando en sus futuras relaciones.

Es frecuente que los pacientes con TLP muestren confusión y variabilidad en torno a sus valores y que éstos varíen en función de la opinión o preferencias que tienen las personas con las que se relacionan. Winnicott (1967) explica que un reflejo inadecuado lleva al niño a interiorizar representaciones del estado de sus progenitores y evita que forme una versión de su propia experiencia que pueda utilizar. Este aspecto se observa en muchas entrevistas con pacientes límite; al profundizar en los relatos y percepciones (especialmente las negativas) comprobamos que tienden a repetir lo que otros les han dicho (habitualmente por haber interiorizado estas impresiones como propias, habiendo descartado sus propias impresiones por haber aprendido que “no son válidas”). Por ejemplo, una paciente dice que trata de suicidarse para “llamar la atención”. Sin embargo, para ello come polvos de los pies porque “una voz” en su cabeza le dice que tiene que hacerlo. Habla de esta voz sin darle ninguna relevancia a esta experiencia interna.

Otro concepto más relacionado con la teoría de la disociación estructural de la personalidad (Van der Hart, Steel y Nijenhuis, 2008) es el de fragmentación de la personalidad. Allport (1961, citado en Van der Hart, Steel y Nijenhuis, 2008) define la personalidad como la organización dinámica dentro del individuo de los sistemas psicobiológicos que deterninan su conducta y pensamiento característicos. El sistema biológico de búsqueda de apego y el de defensa son dos de esos sistemas. La identidad nace de la integración armónica de estos subsistemas, que habrán de activarse en respuesta a situaciones diferentes. Pero cuando el niño ha de defenderse de la misma persona a la que ha de vincularse, toda la organización interna se trastoca. Cuando externamente las situaciones son confusas, el sistema interno ha de fragmentarse en búsqueda de la necesaria coherencia y consistencia.
Esto encaja con lo que Fonagy y otros autores denominan “experiencia extraña” dentro del propio yo: ideas o sentimientos que se experimentan como parte del propio yo pero que no parecen pertenecerle. Estos fenómenos intrusivos son el elemento central de la sintomatología disociativa según Dell (2008). Cuanto más traumático es el entorno más extrema es la disociación. El caso más evidente es el del abuso sexual intrafamiliar. Para sobrevivir siendo abusado por un progenitor, el niño adopta un patrón de funcionamiento de aparente normalidad durante el día, y otro que puede alternar entre la sumisión, la “huida mental” o la lucha (generalmente solo posible a nivel imaginario) durante el abuso, y la alerta continúa por la noche. Ambos estados mentales son incompatibles y así permanecen en muchos casos hasta la edad adulta. Algunos individuos funcionan de un modo aparentemente normal en contextos laborales, pero de modo llamativamente disfuncional en las relaciones interpersonales, sobre todo en las relaciones de pareja, en las que el segundo sistema mental se activa con frecuencia no solo ante situaciones de intimidad o sexualidad, sino ante cualquier sensación de estar siendo forzado o controlado, cualquier aproximación que pueda entenderse como intromisión o vulneración de límites, al sentirse utilizado de modo desconsiderado o ante la dificultad de diferenciar el afecto de la sexualidad.

Estas alternancias entre patrones de pensamiento, emoción y conducta relativamente consistentes internamente, puede sin embargo dar el aspecto de una conducta caótica, inconsistente o contradictoria externamente. Pueden producirse no sólo como describíamos en el párrafo anterior, sino también como cambios rápidos de un estado mental a otro, o incluso como la coexistencia de estados mentales aparentemente incompatibles, reflejo de la ambivalencia, contradicción, caos o inconsistencia en la respuesta paterna. Estas alternancias entre estados mentales son lo que en la entrevista estandarizada SCID-D se engloba como confusión de identidad y alteración de identidad (Steinberg, 1994a, 1994b, 2002), y son el elemento central de la disociación estructural (Van der Hart, Nijenhuis y Steel, 2008). Este concepto de fragmentación no es el predominante en la concepción que en nuestro país tenemos de la disociación (Gonzalez, 2010) pero describe mucho mejor los trastornos disociativos como fenómenos postraumáticos. Desde esta perspectiva la disociación estructural puede entenderse como la base de la sintomatología límite. Los síntomas disociativos no serían pues meros epifenómenos o síntomas accesorios, sino consecuencias de la misma base de experiencias infantiles disfuncionales. Muchos síntomas como la inestabilidad emocional podrían entenderse como estados mentales alternantes desde este mismo modelo (Mosquera & Gonzalez, 2009a).

CRITERIO 4. Impulsividad en al menos dos áreas que son potencialmente dañinas para sí mimo (Ej.: gastos, sexo, abuso de sustancias, conducción temeraria, atracones de comida...)

Shaphiro (1965) ha definido la impulsividad como la tendencia a actuar, tras un estímulo momentáneo, sin una planificación previa o sin un sentido o deseo claro. Las personas con trastorno límite se suelen percibir y describir como “impulsivas” aunque es poco habitual que piensen sobre los motivos por los que se comportan o reaccionan de ese modo. Es frecuente que digan cosas como “soy así, no puedo evitarlo” y que lleguen a creer que no “tienen control sobre su comportamiento” (Mosquera 2007, 2010).

Estas conductas tienen a veces una función reguladora. El patrón de autorregulación que hubiera derivado de un apego seguro, no ha podido establecerse. Por tanto la regulación ha de venir del exterior (demandas extremas de ayuda, dependencia) o de diversos medios. Una persona puede consumir drogas o beber alcohol llevado por un malestar muy intenso que “necesita frenar” (Mosquera 2009, 2010). Esta es a veces la función que cumplen las autolesiones (Gonzalez, 2009).
La impulsividad también puede estar relacionada con la activación de estados mentales centrados en la defensa. Un niño cuyo cuidador reprimió duramente sus enfados, aprendió a contener y esconder su rabia. Puede que incluso haya aprendido a no sentirla, porque mostrar rabia hace daño (padeció esto en su propia piel). La rabia se asocia al progenitor agresivo y se rechaza. Al rechazarse, esta emoción no puede integrarse con el resto de las funciones mentales. Esto produce una alternancia entre la contención y disociación de la rabia, o su expresión no modulada e incontrolada. El modelo disponible de expresión de la rabia es además el del progenitor agresivo, cuya conducta el niño (y después el paciente) por un lado rechaza, pero no puede evitar recurrir a este modelo de rol agresivo cuando la rabia finalmente explota. La constante contención de esta emoción lleva a una acumulación a lo largo de situaciones de diversa intensidad, lo que conlleva una expresión desmedida cuando una circunstancia externa o la acumulación en si, la hacen explotar. En este estado mental el paciente puede tener mayor acceso a recuerdos relacionados con las situaciones de agresión vividas en la infancia (memoria dependiente de estado) que en algunos casos no son accesibles, ni siquiera parcialmente en un estado emocional de calma (amnesia disociativa). Esta amnesia puede también presentarse entre un estado mental y otro. Muchos pacientes límite no recuerdan o tienen recuerdos borrosos o fragmentarios de sus conductas auto o heteroagresivas: saben que sucedió, pero no el proceso interno, lo que dijeron o exactamente lo que hicieron. Estos fenómenos pueden ser interpretados como intentos deliberados de eximirse de responsabilidad, pero con frecuencia son amnesias genuinas.

Vemos muchas veces en estos pacientes una dificultad para expresar una rabia adecuada y proporcionada cuando les hacen daño o cuando necesitan buscar satisfacción para una necesidad. Con frecuencia no son capaces de medir cuanto tienen que soportar en una situación o en una relación. Al vivir con progenitores que no respondieron de modo sintónico y coherente a su malestar, no aprendieron a regular estos aspectos. Estos, muchas veces absorbidos por sus propios problemas, no pudieron ver lo que sus hijos necesitaban, y cuando lo hicieron no pudieron satisfacer esas necesidades (o demorarlas cuando fuera necesario) de un modo adecuado. Esos niños se convirtieron en adultos con gran dificultad en percibir sus propias necesidades, emociones y sensaciones corporales, las cuales viven frecuentemente como signos de alarma con los que han de luchar. Fruto de este conglomerado de factores, acumulan un intenso grado de frustración por necesidades insatisfechas. Cuando reaccionan puede ser por acumulación, o porque un factor en apariencia mínima hace salir una gran cantidad de rabia no expresada en el momento y la dimensión adecuada previamente. La falta de regulación emocional, que podría también estar basada en la deficiente o inconsistente regulador del progenitor en la primera infancia, contribuye a que esta expresión de la rabia sea a menudo desmedida e incontrolada.

CRITERIO 5. Comportamientos intensos o amenazas suicidas recurrentes, o comportamiento de automutilación

Este criterio abarca muchas de las reacciones por las que los pacientes con TLP acuden a
Urgencias o son hospitalizados. Para entender este criterio hay que entender cuáles son los “disparadores”, la motivación que hay detrás de la conducta “aparentemente desadaptativa”. Los comportamientos intensos, las amenazas suicidas y los comportamientos autodestructivos como la automutilación suelen ser interpretados como chantajes y manipulaciones cuando en realidad, en la mayor parte de los casos, son una manera efectiva que ha encontrado el paciente para hacer frente a emociones difíciles de tolerar y poder calmarse (Mosquera 2008, 2009, 2010).

El lenguaje directo suele ocurrir en contextos de un apego seguro. El adulto es sensitivo a las necesidades del niño y sintoniza con sus estados emocionales. Le ayuda a regularse. El niño se siente reconocido, y encuentra una respuesta coherente en el adulto. Cuando crece en este contexto aprende que puede pedir y que es atendido, aunque no siempre recibe una gratificación inmediata. Pero eso si, el adulto le ayuda cuando sufre alguna frustración a recuperar su estado de equilibrio.
En un apego inseguro ambivalente o desorganizado las necesidades del niño no son fácilmente percibidas. Muchas veces, el niño ha de gritar más alto o durante más tiempo para hacerse notar. Al ser esta la pauta habitual, el niño aprende que sus demandas tienen que ser llamativas e insistentes. Otras veces renuncia desde una indefensión aprendida, y llega a ignorar sus necesidades o tener grandes dificultades para reconocerlas. No aprende a cuidarse porque no hubo dónde aprender un patrón de autocuidado adecuado (Gonzalez, 2009; Gonzalez, Seijo y Mosquera, 2009). Ambas situaciones pueden generarse en un apego disfuncional y reflejarse en la conducta de un adulto para el cual una autolesión se convierte en la única comunicación disponible o percibida como efectiva. Otras veces las autolesiones responden a una dificultad de autorregulación y de tolerar las emociones negativas. Los cortes, las quemaduras, las amenazas suicidas e incluso los intentos de suicidio suelen ser la única manera que ha encontrado el paciente de hacer frente a las dificultades (Mosquera 2008). Los pacientes pueden referir que se provocan dolor físico porque les resulta más soportable que el dolor emocional. Por medio de las autolesiones tratan de salir de una emoción displacentera, un recuerdo traumático o una experiencia de despersonalización.

Un aspecto que también puede jugar un papel importante en este apartado es, como comentábamos anteriormente, la interiorización de un patrón de autocuidado disfuncional (Gonzalez, Seijo y Mosquera, 2009). Una persona con problemas graves de apego temprano puede no haber interiorizado un patrón de autocuidado adecuado, por la sencilla razón de que nunca la han cuidado adecuadamente, incluso en aspectos muy básicos (Chu, 1998). La crianza deficitaria, caracterizada por el escaso o nulo interés en la experiencia del niño (en oposición a obediencia o apariencia) no ofrece ninguna fuente de la que pueda internalizarse el rol del autocuidado (Ryle, 2002). Desde aquí pueden entenderse tanto las autolesiones e intentos autolíticos, como las conductas de riesgo, muchos elementos disfuncionales en las relaciones, y el discurso interno negativo, autocrítico y desvalorizante. Muchos pacientes con TLP reproducen internamente comentarios o formas de actuación que son precisamente las que rechazan en las personas que les rodean. Estos patrones de autocuidado disfuncionales se reflejan en la Escala de Autocuidado (Gonzalez & Mosquera, 2009a).

CRITERIO 6. Inestabilidad afectiva debida a una notable reactividad del estado de ánimo (por ej.: episodios de intensa disforia, irritabilidad o ansiedad, que suelen durar unas horas y raras veces unos días)

La regulación emocional no es un proceso automático, sino que es adquirido desde las primeras etapas de la infancia a través de la reacción diádica cuidador-niño (Schore, 2003a, 2003b). La relación de apego sana consiste en que un adulto capaz de sintonizar con el niño y consistente en sus reacciones, ayuda al niño a modular sus reacciones emocionales. El cuidador sano no es únicamente el que es capaz de disminuir la activación emocional cuando el niño está hiperactivado, sino también el que lo estimula cuando el niño pasa por periodos de activación. Un cierto grado de malestar es adaptativo, ya que por medio de el los niños aprenden a tolerar la frustración y a demorar la gratificación. Pero el cuidador ha de ayudar posteriormente al niño a recuperar el equilibrio. De este modo el niño, y en el futuro el adulto, aprende a mantener sus emociones dentro de lo que se ha denominado “ventana de tolerancia” que implica un nivel de activación adecuado para adaptarse a las situaciones y resolverlas de modo adecuado (Ogden, 2006).

En las personas con TLP el estado de ánimo básico de tipo disfórico, es decir la tendencia a sentirse triste o desmotivado, suele ser interrumpido por periodos de ira, angustia o desesperación y son raras las ocasiones en las que un estado de bienestar o satisfacción llega a tomar el relevo. En estos cambios pueden influir también una marcada hipersensibilidad ante desencadenantes ambientales, que pueden tener en parte una base postraumática. Gestos, actitudes, expresiones en el otro que recuerdan al paciente expresiones del cuidador en la infancia, pueden disparar reacciones que en un adulto parecen desproporcionadas y fuera de contexto. Un tono de voz elevado, por ejemplo, producía en una paciente una reacción de bloqueo intensa, y posteriormente generaba un estado depresivo y una intensa culpa. Ella podía reconocer a cierto nivel que su reacción no era proporcionada al comentario que su pareja o un compañero de trabajo había hecho. Su comportamiento por el contrario encajaba perfectamente en la reacción de una niña ante un padre extremadamente autoritario y crítico con el que creció. De niña sus gritos la hacían sentirse literalmente paralizada y su culpabilización guardaba un estrecho paralelismo con los comentarios críticos y hostiles de su padre. Dado que ella nunca aprendió a manejar su rabia y carecía absolutamente de asertividad, este tipo de reacciones no evolucionaron al nivel de otras funciones y habilidades, permaneciendo en cierto modo “congeladas en el tiempo” y conservando ciertas características de la reacción lógica en una niña frente a un padre al que no podía enfrentarse, pese a que estaba ante un adulto frente al que tenía opciones y que no se parecía demasiado a su progenitor.

El individuo puede oscilar entre un sistema mental y otro, dando lugar a un ánimo cambiante, pero en el que se reproducen ciertas pautas relativamente constantes y rígidas. Por ejemplo, la persona se defiende ante lo que percibe como amenazante (pensando en dejar a su pareja o gritándole porque se porta mal con ella y no le conviene), pero la posibilidad de la pérdida dispara el sistema de búsqueda de apego (pasando a pensar que no podría vivir sin él o incluso pensando en matarse porque la vida sin esta persona carece de sentido).
Todos los criterios, como vamos viendo, se interrelacionan entre sí.

CRITERIO 7. Sentimientos crónicos de vacío.

A nivel hipotético, los sentimientos crónicos de vacío pueden corresponderse con la ausencia de sintonía con el progenitor. Un apego seguro crea en el niño un sentimiento de seguridad interna, y de conexión con los otros. Cuando los pacientes con TLP buscan las primeras experiencias vitales asociadas a esos sentimientos de vacío, describen momentos de soledad, de sentirse invisibles, de que nadie se daba cuenta realmente de cómo se sentían. Un progenitor desbordado por sus propios conflictos y dificultades puede no ser capaz de ver realmente las necesidades del niño, o no poder diferenciarlas de las suyas propias.

Cuando preguntamos a una de nuestras pacientes cuándo fue la primera vez que sintió estas sensaciones habla de su infancia, en torno a los 7 años. Su vinculación a su madre es muy extrema, sintiéndose desprotegida e incompleta desde su muerte, 5 años atrás. La describe como una “buena madre”, preocupada por sus hijos y trabajando mucho por ellos. Su padre era un bebedor habitual, que llegaba con frecuencia tarde a casa. Ella se recuerda preocupada en su habitación, pendiente de la hora de regreso de su padre. No recuerda episodios de agresividad, ni maltrato psicológico o verbal. Pero no es capaz de recordar un abrazo, y la necesidad de ser abrazada es de una intensidad insoportable para ella. El sentimiento de vacío está muy conectado con estas experiencias. Todos sus hermanos comparten un estilo muy crítico con los demás que la paciente no es capaz de identificar en sus padres, pero que parece formar parte del clima familiar. Nunca sintió que los demás pudieran darse cuenta de lo que le pasaba o de cómo se sentía. Los adultos estaban ahí, pero son muchos los momentos en que describe una absoluta soledad. Es más frecuente que describa a su madre trabajando y a su padre fuera, que expresiones de afecto o de refuerzo. La vinculación y dependencia de la madre parecen más la expresión de una necesidad de apego no enteramente satisfecha.
En las relaciones de pareja ha buscado “todo lo que nunca tuvo” lo que la llevó a volcarse por completo en su matrimonio, estableciendo una relación dependiente en la que toleró un maltrato continuado durante años. En ocasiones recurrió al alcohol y la cocaína para salir de esta sensación que le resulta intolerable, pero aún ahora que no consume o tiene relaciones problemáticas alrededor, esta sensación de vacío sigue presente de modo intenso en algunos momentos, muy asociada con la soledad. Pero con un mecanismo de indefensión aprendida, no es una sensación que la mueva de modo automático a la búsqueda de relaciones sanas. La impulsividad genera reacciones que aportan nuevas complicaciones y no cambian la sensación de base.

Algunos pacientes describen la sensación de vacío como un sentimiento muy intenso que
“invade todo su ser”, otros refieren “que no hay nada que les llene ni que les aporte nada”, o hablan de “un dolor que les traspasa y los anula”. Otros la describen como “un pozo sin fondo en el que la angustia lo llena todo” (Mosquera 2007, 2010).

CRITERIO 8. Ira inapropiada e intensa o dificultades para controlar la ira (por ej.: muestras frecuentes de mal genio, enfado constante, peleas físicas recurrentes)

Algunas de las personas con este diagnóstico tienen respuestas impredecibles, consistentes en cambios bruscos de humor o repentinas explosiones emocionales. Estas explosiones pueden ser verbales, físicas o combinadas. También existe la tendencia, en algunos casos a alternar entre el tipo de explosión.

Los arranques de ira pueden ser aterradores tanto para la persona que los experimenta como para los que la rodean. Hay situaciones en las que la persona puede dar la impresión de que está totalmente fuera de control, “desencajada” actuando por impulsos y sin importarle las consecuencias de su conducta. La realidad, es que en ese momento no lo puede evitar, aunque en muchas ocasiones sea consciente de que lo que está haciendo apartará aún más a las personas de su lado (Mosquera 2002; Mosquera 2010) Cuando se enfadan con alguien, es como si ese alguien dejase de ser una persona con sentimientos, se convierte en el objeto de su odio y la causa de su malestar; en el enemigo. Están centrados en la defensa contra lo que ellos perciben como una agresión.

Muchos pacientes reproducen en estas reacciones modelos de expresión de la rabia disfuncionales con los que crecieron. Las oscilaciones entre actitudes de sumisión ante una pareja maltratadora y episodios de rabia incontrolada tienen a veces muchas similaridades con los roles de ambos progenitores durante su infancia: se muestran vulnerables, dependientes e indefensos como por ejemplo lo era su madre, ante las agresiones verbales y en ocasiones físicas del padre, conductas que muchas veces el paciente reproduce, generándole después una intensa culpa. El paciente por un lado evita comportarse como el padre y se siente del lado de la madre, pero al rechazar su rabia por asimilarla al padre, es incapaz de manejar esta emoción, que cuando se acumula estalla en modos desproporcionados e inadecuados. El paciente ha crecido en un mundo de extremos, y en su propia conducta estas polaridades se reproducen.

Estas conductas pueden entenderse como estados mentales con un patrón relativamente estable de emoción, pensamiento y conducta. Es decir, corresponderían a lo que en la teoría de la disociación estructural se denominan partes emocionales de la personalidad (Van der Hart, Nijenhuis y Steel, 2009). Algunos pacientes además de esto presentan amnesia total o parcial de estos episodios. Pero puedan o no recordarlo, el conceptualizarlo como un estado mental disociado de la personalidad aparentemente normal, nos ayuda a entender por qué lo que el paciente puede analizar o entender desde su estado ordinario no se conecta cuando se encuentra en medio de una conducta disruptiva. Aunque algunas de las personas con este diagnóstico pueden ser emocionalmente (incluso físicamente) abusivas, es importante comprender que por lo general no tienen el deseo premeditado de hacer daño. Para poder hacer esto tendrían que carecer de la impulsividad que los caracteriza y tener capacidad de planificación. Es importante mencionar que el enfado interfiere con la lógica pero es más llevadero que el miedo; les hace sentir menos vulnerables. Adquirir perspectiva de la conexión entre estas conductas y la propia historia puede ayudar a evitar una reedición automática y no reflexiva.

A veces, detrás de estas reacciones “incomprensibles” encontramos un temor al abandono (relacionado con el criterio 1), una búsqueda de aceptación o de interés (a veces lo que intenta la persona afectada es que la otra persona le tranquilice y garantice que va a seguir ahí, que no va a ser abandonada) y en ocasiones una dificultad para relacionarse de manera satisfactoria con los demás (criterio 2, relaciones interpersonales inestables e intensas). Las expresiones de ira suelen ir seguidas de pena, remordimientos y culpabilidad y contribuyen al sentimiento que tienen de ser “malos”, “descontrolados”, “egoístas” o “bichos raros”. A veces pueden reconocer en sus conductas reacciones similares a las de alguna de sus figuras de apego primarias, que generalmente rechazaron activamente en el otro, y que les horroriza ver en sí mismos.

CRITERIO 9. Ideación paranoide transitoria relacionada con el estrés o síntomas disociativos graves.

Relacionado con este criterio es interesante mencionar el concepto de la teoría de la mente, que se refiere a la capacidad que tenemos todos de interpretar los gestos y las palabras de otros y transformarlos en términos de intenciones, conocimientos y creencias. Según Dammann esta capacidad cognitiva compleja parece estar afectada en las personas con TLP pues considera que en los pacientes límite, existe un exceso de sensibilidad hacia los otros, pero sin poderse diferenciar de ellos o tener un concepto propio. Muchas de las personas con trastorno límite son extremadamente vulnerables y sensibles. Algunos autores hablan de hipersensibilidad a los estímulos en general. Esto explicaría la suspicacia que se puede observar en las personas con TLP cuando están activadas a nivel emocional. En los momentos de estrés elevado pueden llegar a pensar que los demás quieren hacerle daño y volverse extremadamente desconfiados. El desarrollo de una teoría de la mente puede entenderse que sería incompleto o inadecuado en personas con un apego disfuncional.

Esto está relacionado con las distorsiones cognitivas pues pueden llegar a interpretar lo que hacen los demás en función de lo que ellos piensan o sienten (Mosquera 2007, 2009) y refleja la falta de mentalización que describen Bateman y Fonagy (2004). Este aspecto se interrelaciona con los que hemos descrito en los apartados anteriores de este artículo destacando la dificultad para aprender de la experiencia (por no tener figuras de apego que les hayan enseñado a hacerlo).

El apego ambivalente o desorganizado no proporciona referencias claras y coherentes sobre la conducta humana. El niño aprende la relación con el otro como incertidumbre, imprevisibilidad y peligro. La confusión de niveles es la norma, lo que enlaza con el concepto de doble vínculo de Bateson (1956, 1972). Muchas veces gestos, palabras, detalles aparentemente insignificantes actúan como disparadores traumáticos o señales de alerta relacionadas con experiencias tempranas. Por ejemplo, la insistencia (ligera) por parte del terapeuta en trabajar sobre un tema puede conectar con una experiencia de abuso sexual en la que los límites interpersonales y físicos fueron vulnerados, o con la intrusividad de un cuidador muy desregulado asociado a una sensación de peligro más que de seguridad. La reacción defensiva del paciente, la desconfianza o la aparente resistencia, incomprensible y desproporcionada desde el aquí y ahora, cobra todo su significado cuando lo entendemos desde el allí y entonces.

Los síntomas disociativos graves suelen estar relacionados con experiencias tempranas y es frecuente encontrarlos en los pacientes que han sufrido situaciones traumáticas en la infancia. En muchos casos los síntomas disociativos son más relevantes de lo aparente, aunque pueden pasar indetectados. En otras ocasiones se ve una auténtica comorbilidad basada en una etiología común: ambos cuadros se han asociado al apego ambivalente y desorganizado (los trastornos disociativos más a este último) y a situaciones traumáticas en la infancia como el maltrato físico o el abuso sexual (Gonzalez, 2008, 2010).

En bastantes pacientes el TLP es el diagnóstico principal y los síntomas disociativos son menos predominantes en el cuadro clínico. Son de destacar las alucinaciones auditivas, bastante frecuentes, y que corresponden a estados mentales completamente disociados, que actúan en cierto modo como “conciencias paralelas”. En otras ocasiones las voces reproducen comentarios de figuras de la vida del sujeto, y van más en la línea de flashbacks auditivos. Los episodios de despersonalización, las amnesias y las intrusiones son fenómenos altamente frecuentes en los pacientes con TLP. 

CONCLUSIONES

Los síntomas del TLP a veces solo describen la conducta más aparente o problemática o la consecuencia final de un problema. En cualquier caso, el trastorno límite de la personalidad es un trastorno en el que predomina una inestabilidad emocional, una alta reactividad a factores externos, una sensación de vulnerabilidad casi permanente y una gran dificultad para funcionar de manera adaptada y/o efectiva por largos periodos de tiempo. La mayoría de la personas con TLP llevan vidas caóticas y tienen la sensación de no encajar en la sociedad. Esto se observa y refleja en las múltiples dificultades que manifiestan en sus relaciones con los demás, en su visión de los eventos, del entorno y en el variable y frágil concepto que tienen de ellos mismos (Mosquera 2010). Todo lo anterior está en cierto modo, condicionado por las vivencias y por el estilo de apego que han adquirido de niños en la relación con sus progenitores.

Hablar de problemas de apego no implica necesariamente hablar de padres maltratadores o negligentes. En los casos de maltrato o abandono emocional es evidente que el apego también será disfuncional, no solo con el progenitor maltratador, sino también con el victimizado. La respuesta (o ausencia de ella) del progenitor no abusivo suele relacionarse tanto o más con la psicopatología posterior que el maltrato más evidente. Pero más allá de estos casos hay muchas situaciones aparentemente normales que suponen disrupciones en el apego: padres con historias en su propia infancia que se activan bloqueándoles en la atención a sus propios hijos, padres enfermos, deprimidos o con preocupaciones crónicas. Hablar de problemas de apego es mucho más amplio que hablar de hogares gravemente desorganizados o disfuncionales.

Hemos de destacar que este artículo no es un intento de defender que únicamente los factores traumáticos y de apego son los que condicionan la patología límite. La impulsividad es probablemente un rasgo temperamental en muchos casos. La relación entre TLP, TDAH, trastorno bipolar y trastorno esquizofreniforme se pone de manifiesto cuando vemos el curso longitudinal de muchos casos. La dinámica familiar influye no sólo en su génesis, sino muy probablemente en su mantenimiento. Sin obviar estos factores destacados por algunos modelos, hemos tratado de leer la patología límite desde las teorías del apego y de entender cómo pueden conectarse las experiencias tempranas con la psicopatología de este trastorno de personalidad.

Dolores Mosquera Barral, psicóloga.

Anabel González, psicóloga

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